REGLAS Y PARADOJAS
Por Jean-François Lyotard
«Posmoderno» probablemente no es un buen término, pues implica la idea de «periodización» histórica y «periodizar» es una idea todavía «clásica» o «moderna». «Posmoderno» indica simplemente un estado de ánimo o mejor, de pensamiento. Podría decirse que se trata de un cambio en relación con -el problema del sentido. Simplificando mucho, lo moderno es la consciencia de la falta de valor de muchas actividades. Lo que tiene de nuevo es el no saber responder al problema del sentido. El romanticismo, en lo que tiene de ausencia de sentido y de consciencia de dicha ausencia, es moderno; también el dandismo, o lo que Nietzsche llama «nihilismo activo», que no es sólo la consciencia de la pérdida de sentido, sino además la activación de esta pérdida. La modernidad ha pretendido dar una respuesta filosófica y política al romanticismo y al dandismo. Ha intentado producir lo que podríamos llamar «gran relato», ya sea el de la emancipación, a partir de la Revolución francesa, o el discurso del pensamiento alemán sobre la realización de la razón. También el relato de la riqueza, el de la economía política del capitalismo. De algún modo todos estos discursos han sido intensificados y reorganizados por el marxismo, que ha ocupado la escena filosófica y política de Europa y del mundo durante todo un siglo. Mi hipótesis es que, para una gran parte de las sociedades contemporáneas, estos discursos ya no son creíbles ni bastan para asegurar como pretendían un compromiso político, social y cultural. No confiamos ya en ellos. Hemos de afrontar el problema del sentido sin la posibilidad de resolverlo por la esperanza en la emancipación de la humanidad, como la escuela de las Luces o el Idealismo alemán, ni por la práctica del proletariado pare conseguir una sociedad transparente. Incluso el capitalismo, el discurso liberal o neoliberal, me parece difícilmente creíble ahora mismo. Por supuesto que el capitalismo no está acabado, pero ya no sabe cómo legitimarse. Ya no hay quien se crea aquella justificación de que « Todos se enriquecerán».
Lo que el capitalismo hace hoy es explotar una fuerza que hasta ahora había desperdiciado, la del lenguaje, gracias al desarrollo de los media y de las técnicas de información, y con la perspectiva de la informatización de la sociedad en su conjunto, es decir, de todos los cambios de frases de importancia para la sociedad. Y está claro que gracias a esta perspectiva el capitalismo saldrá de la crisis. Sin ser experto en los media, creo que la frases traducibles al lenguaje de la informática serán tomadas en consideración. Cuando intentamos hablar de otro modo a través de los media se nos reprocha nuestra oscuridad y complejidad (el director de un importante diario francés respondió a un editor de vanguardia que se quejaba de no tener crítica de sus libros en ese diario: «Envíeme libros comunicables»). Nos encontramos ya en una situación en la que la frase debe satisfacer las exigencies de la lógica informática. Dicha lógica es relativamente sencilla: Se trata de transcribir una frase, incluso compleja, bajo una forma que nos permita enumerar sus unidades de información, es decir, según la lógica binaria del álgebra de Boole: sí/no, de manera que el lenguaje se convierte en mercancía. Condición: que su sentido sea contabilizable. Para que las frases circulen en el mercado del lenguaje (como es ante todo el de los media) tienen que ser competitivas. Las frases de las que no podamos decir «aquí está la información transmitida» no serán contabilizadas ni por tanto transmitidas. Una frase científica, artística o filosófica no es susceptible de este tipo de transmisión informática simple. Se ha intentado mucho transcribir datos, filosóficos sobre todo, al lenguaje-máquina, pero no se ha logrado. Lo que significa que tales lenguajes, desde el punto de vista de la performatividad, son considerados inconsistentes.
El verdadero problema consiste entonces en establecer si el lenguaje es efectivamente un medio, y un medio para comunicar. La hipótesis subyacente al trabajo del artista, del filósofo o del sabio es que no lo es: su hipótesis común es que el lenguaje es autónomo y que el servicio que ellos le prestan consiste en descodificarle sus secretos. Por ejemplo, Freud en su Traumdeutung sugiere que hay una especie de lenguaje del inconsciente e intenta definir los operadores de ese lenguaje: el desplazamiento y la condensación. Operadores cuyo resultado son frases ininteligibles, no comunicables en un lenguaje claro. Otros lingüístas por el contrario, en parte Lacan, consideran que el inconsciente habla según un lenguaje cuyos operadores son los mismos que los del lenguaje. Creo que es un error y que el lenguaje del inconsciente existe en la medida en que utiliza operadores que no son los del lenguaje ordinario, sobre los que Freud había empezado a trabajar. Estamos ante una viejísima discusión del pensamiento occidental. Con Aristóteles y los sofistas el problerna consistía en determinar si el lenguaje es capaz de producir paradojas, por medio de determinados operadores que llamaron paralogismos. El problema no ha cambiado pues la actividad de las ciencias y de las artes sigue consistiendo en producir paradojas. La ciencia utiliza lenguajes escritos, en cambio en el arte las frases son cromáticas, de formas, sonidos, volúmenes, que podemos seguir considerando como frases en cuanto articulaciones de elementos diferenciados. De ahí que la actividad del artista o del sabio consista precisamente en en-contrar operadores capaces de producir frases inéditas, y por definición -y al menos en un primer momento- no comunicables. Serán comunicables cuando los operadores que permiten producirlas sean conocidos por el destinatario y éste pueda así volver a transcribirlas. En Duchamp, por ejemplo, está claro que no es otro el problema: tomar elementos plásticos, pero a veces también lingüísticos; transformarlos por medio de operadores muy precisos y dar el resultado de la operación, sin revelar la naturaleza del operador. El receptor queda sorprendido, descontento: Ríe o protesta porque el mensaje es incomprensible. La tarea de los físicos de finales del último siglo no era diferente: se suponía que la masa era una cosa y la velocidad otra, hasta que se vio que la masa está en función de la velocidad.
Los operadores son las reglas a las que obedece la obra científica y artística. Nacen así obras necesariamente desconocidas, cuya función consiste exclusivamente en experimentar las reglas. Las reglas se convierten así en el principal problema. Que es el mismo problema de los políticos, y todos lo somos, sin saber exactamente lo que eso significa. Todos pensamos que el intercambio de frases en la vida cotidiana tiene que ajustarse a unas reglas, que las frases cuentan con operadores, que estos operadores están establecidos, y que en su ausencia, y en la de las reglas de comunicación, aparece la anarquía. La tradición democrática consiste en sostener que los destinatarios de las frases pueden ponerse de acuerdo sobre un determinado número de ellas, a intercambiar por la sociedad. Veamos por ejemplo la frase: «Por una determinada cantidad de trabajo, es justo que.haya otra cierta cantidad de salario». Este modelo, que es sin más el del contrato social en su forma actual, ya no es creíble por una razón que revela una dificultad importante, no coyuntural: el lenguaje comporta juegos de frases que obedecen a reglas diferentes unas de otras. Si digo, por ejemplo, «La pared es blanca», una frase descriptiva, quien me escuche responderá sí o no. La frase sitúa así al destinatario en una posición en la que tiene que mostrar su acuerdo o desacuerdo. Pero si digo «no trabajes cincuenta horas a la semana», se trata de una frase que no obedece a ninguna regla de verdad. El receptor no tiene que responder sí o no como si se tratase de una descripción. Su problema no es el de distinguir entre verdadero o falso sino el de obedecer o no. Si obedece es que juzga mi orden justa (en lugar de verdadera) y me cree con derecho a darle esa orden. La justicia y la autoridad no entran en juego cuando se trata de la verdad. Otro ejemplo, más dramático. En Francia mi generación ha vivido el problema de la guerra de Argelia. Un sencillo análisis de la situación bastaba para comprender que el desarrollo de la lucha argelina y la independencia conducirían al establecimiento de un régimen burocrático-militar no precisamente democrático. Era una descripción, podía dar lugar a acuerdo o a desacuerdo. La conclusión que podía extraerse era la de no facilitar en absoluto la independencia de Argelia. Pero eso hubiese sido un error, una ilusión: no es posible deducir una prescripción (incluso negativa) de una descripción. De hecho, también se podía decir y se ha dicho: «Es cierto que este movimiento producirá un aparato burocrático-militar, pero lo justo es apoyarlo, si no al aparato militar, al menos al movimiento.» En otras palabras, se trataba de la experiencia concreta de la política, que es lo que nosotros hacemos cada día. Hay dos grupos de frases, unas que obedecen a las reglas de verdad y falsedad y otras cuyas reglas son las de lo justo e injusto. Y ambos grupos son independientes, no es posible traducir de uno a otro. La tradición occidental afirma que lo que es justo deriva de lo que es verdadero, pero ahora sabemos que no es así. Incluso en el lenguaje ordinario hay grupos de frases que obedecen a operadores y a reglas intraducibles entre sí. Una frase que prescribe algo no es directamente traducible a otra frase que describa algo. Hay por consiguiente una cierta opacidad en el interior del lenguaje. El lenguaje no comunica consigo mismo. Es capaz de frases que no son traducibles por otras. Precisamente eso es lo que dificulta el contrato ya que presuponemos que es posible llegar a una total transparencia en todo cuanto decimos. Así pues, ante el intento de reducir el lenguaje a la unidad comercial de información, que debería poder traducir todas las frases, creo que -en ausencia de tablas de legitimación- sólo queda una posibilidad: luchar en favor de esta labor de incomunicabilidad, de articulación de la posibilidad de nuevas frases. Es la lucha del artista. Del arte importan las obras en las que las reglas que las constituyen como tales obras artísticas son cuestionadas dentro de la propia obra. Para eso no se necesita ninguna teoría, más bien la de no tener ninguna. En Francia y Estados Unidos -en Italia no sé- se ha desarrollado recientemente un movimiento reaccionario partidario del regreso a formas fácilmente reconocibles, fácilmente comunicables, que responden a las exigencias del mercado, del mercado financiero y también el de los media, o sea a las exigencias del mercado de la comunicación. Esto se debe a que el artista encuentra hoy dificultades en protegerse tras teorías (marxistas semióticas de origen freudiano) que en los años sesenta y setenta tenían la misión de justificar las paradojas de las obras. Estas teorías que proceden de las ciencias humanas pierden credibilidad. Creo que es justo. Supone que los artistas ya no quieren ni pueden estar protegidos por ningún argumento teórico; la relación entre crítico y artista se ha invertido. Ante la obra sin argumento el crítico no entiende y dice: «Prefiero algo comunicable». Abundan hoy los artistas que ceden a tan terrible exigencia, antes de verse incluidos entre los desprotegidos de argumento teórico. En mi opinión se trataba simplemente de un argumento ideológico, una imitación de las ciencias humanas, un tipo de discurso relacionado esencialmente con el sistema social, y que le resulta indispensable. La regla del discurso del filósofo ha sido siempre la de encontrar la regla de su propio discurso. Habla para encontrar la regla de lo que quiere decir y de ella habla antes de conocerla. Algo comparable a las vanguardias artísticas y, en parte, a la ciencia. A partir de un momento (pienso en Cezanne, hoy más) los artistas buscan las reglas por las que su obra debe ser considerada, por ejemplo, pictórica. Cuanto más avanzamos, mejor comprendemos que en la tradición de lo que denominamos «pintura» hay una cantidad extraordinaria de sujeciones. En su obra y gracias a ella el artista es. aquel que descubre: un aspecto de estas reglas que no había sido cuestionado: En ese sentido, trabaja, y ha trabajado desde entonces, como un filósofo. . .
APENDICE SUELTO
Por todas partes se dice que el gran problema de la sociedad actual es el del Estado. Es un error y grave. El problema que supera a todos los demás, incluido el del Estado contemporáneo, es el del capital.
El capitalismo es uno de los nombres de la modernidad. Ha sido la suma al infinito de una instancia -diseñada por Descartes (y puede que por Agustín, el primer moderno), la voluntad. El romanticismo literario ha creído luchar contra esta interpretación realista, burguesa, tendera, del querer como enriquecimiento infinito. Pero el capitalismo ha sabido subordinarse al deseo ilimitado de saber que anima a las ciencias y someter su propia realización a los criterios tecnicistas, al fin y al cabo los suyos: la regla de perfomatividad que exige la optimización sin fin de la relación gasto/ganancia (input/output). Y el romanticismo ha sido relegado, siempre vivo, a la cultura de la nostalgia (Baudelaire: «Le monde va finir», y los comentarios de Benjamin) mientras el capitalismo se convertía, se ha convertido ya, en una figura que no es «económica» ni «sociológica» sino metafísica. En ella se considera al infinito como lo que aún no está determinado, aquello de lo que la voluntad debe indefinidamente adueñarse. Sus nombres son cosmos, energía, investigación y desarrollo. Hay que conquistarlo, convertïlo en el medio para conseguir un fin. Esta meta es la gloria de la voluntad. Gloria infinita.
Visto así, el romanticismo real es el capital. Lo que llama la atención al venir de Estados Unidos a Europa es el desfallecimiento de la voluntad, así entendida. Los países «socialistas» sufren la misma anemia. El querer como fuerza infinita y como infinito de la «realización» no puede dejarse frenar por un Estado que lo emplea en mantenerse a sí mismo como si fuese un fin. El progreso de la voluntad sólo necesita de un mínimo de institución Es el Estado quien ama el orden, no es el capitalismo. El capitalismo no tiene por meta logros técnicos, sociales o políticos a realizar dentro de unas reglas, su estética no es la de lo bello sino lo sublime, su poética el genio; para él la creación en lugar de someterse a reglas, las inventa. Lo que Benjamin llama «pérdida de aura», estética de «choc», destrucción del gusto y de la experiencia, es el efecto de este querer, poco cuidadoso con las reglas. Las tradiciones, los objetos y lugares cargados de pasado individual y colectivo, las legitimidades recibidas, las imágenes del mundo y del hombre venidas del clasicismo, incluso las conservadas, son los medios para llegar a su meta, que es la gloria de la voluntad.
Marx lo ha visto claramente en su Manifiesto, al mostrar el punto en el que el capitalismo se resquebraja. Lo imagina como un sistema termodinámico. Y señala cómo, primero, no controla sus recursos calientes, la fuerza del trabajo; segundo, no controla la relación entre estos recursos y los fríos (la alimentación en valor de la producción); y tercero, termina agotando sus recursos calientes. Pero el capitalismo es más bien una figura. Como sistema, la fuente de calor no es la fuerza de trabajo sino la energía en general, física (el sistema no está aislado). Como figura, su fuerza proviene de la Idea de infinito. En la experiencia del hombre puede disfrazarse de deseo de dinero, deseo de poder, deseo de novedad. Muy inquietante todo. Son deseos que antropológicamente traducen algo que ontológicamente es la insistencia del infinito en la voluntad. A este respecto las clases sociales no son categorías ontológicas pertinentes. No hay clase que encarne y monopolice el infinito de la voluntad. Si yo digo «el capitalismo», eso no quiere decir los propietarios ni los gerentes del capital. Hay miles de ejemplos que muestran su resistencia al querer, tecnológico incluso. Otro tanto del lado de los trabajadores. Es una ilusión transcendental, la de confundir lo que pertenece a las ideas de la razón (ontología) con lo que se sitúa del lado de los conceptos del entendimiento (sociología). Esta ilusión ha producido Estados que son buroeráticos, y que no lo son también. Cuando hoy los filósofos alemanes o americanos hablan de neoirracionalismo en el pensamiento francés, cuando Habermas da lecciones de progresismo a Derrida y a Foucault en nombre del proyecto de modernidad, se equivocan gravemente sobre aquello que, se cuestiona en la modernidad. No eran ni son (pues no se ha terminado) simplemente las Luces, sino la insinuación del querer en la razón. Kant habla de una inclinación de la razón a ir más a11á de la experiencia, entiende antropológicamente a la filosofía como un Drang, como una tendencia a la agitación, a crear discrepancias (Streiten). Es el problema de la estética de un Diderot dividido entre el neoclasicismo de su teoría de las “relaciones” y el posmodernismo de su escritura en Jaques, Salons y en Le neveu de Rameau. Los Schlegel en cambio no se equivocaron nunca. Sabían que el problema no era precisamente el del “consensus” (del Diskurs de Habermas) sino el de la fuerza inesperada de la Idea, el del acontecimiento de la presentación de una frase desconocida, inaceptable, después aceptada ya que experimentada. Las Luces mantuvieron complicaciones con el prerromanticismo. En lo que llaman (Touraine, Bell) posindustrial, lo decisivo es que el infinito de la voluntad alcanza al lenguaje mismo. Desde hace unos veinte años el gran negocio, expresado por los términos más planos de la economía política y de la periodización histórica, es el de la transformación del lenguaje en mercancía rentable: las frases consideradas como mensajes que codificar, descodificar, transmitir y ordenar (en paquetes), reproducir, conservar, tener a mano (me-morias), combinar y concluir (cálculos), oponer (juegos, cibernética). Además del establecimiento de la unidad de medida, que es asimismo una unidad monetaria: la información. Los efectos de la penetración del capitalismo en el lenguaje no han hecho más que comenzar. Bajo apariencia de ampliación de mercados y de nueva estrategia industrial, el siglo que viene será el de la penetración del deseo de infinito, según el criterio de la mejor perfomatividad, en los asuntos del lenguaje. El lenguaje es por entero vínculo social (la moneda no es más que uno de sus aspectos, el contable, en cualquier caso juego sobre las diferencias, de lugares y tiempos). Son pues las obras vivas de lo social las que van a verse desestabilizadas por esa penetración, por este acoso. Espantarse ante la alienación es otro error. La alienación es un concepto procedente de la teología cristiana y de la filosofía de la naturaleza. Pero Dios y la naturaleza sucumbirán como figuras del infinito. No estamos alienados por el teléfono ni por la. televisión, en tanto que medios (media). Tampoco lo estaremos por las máquinas de lenguaje. El único peligro es que la voluntad desaparezca de los Estados que sólo cuentan con la inquietud de sobrevivir, con la preocupación de hacer creer. El hecho de que el hombre de lugar a un conjunto complejo y aleatorio de operadores (Stourdzé) no es alienación. Los mensajes no son más que estados de información, resultados de metástasis, sujetos a catástrofes. Con la idea de posmodernidad me sitúo en este contexto. Nuestro papel de pensadores consiste en investigar lo que de ella hay en el lenguaje, en criticar la idea chata de información, en revelar una opacidad irremediable en el seno del lenguaje mismo. El lenguaje no es ningún «instrumento de comunicación», es un muy complejo archipiélago compuesto de dominio de frases de regímenes tan diferentes que no es posible traducir una frase de un régimen (descriptivo, por ejemplo) a otro (valorativo, prescriptivo). En palabras de Thom: "Un orden no contiene ninguna información". Hace un siglo que la investigación de las vanguardias científicas, literarias, artísticas se dirige a explorar la inconmensurabilidad de los regímenes de frases. Desde esté punto de vista el criterio de perfomatividad supone una seria invalidación de las posibïlidades del lenguaje. Freud, Duchamp, Bohr, Gestrude Stein, Rabelais, Sterne son posmodernos desde el momento que centran su interés, en las paradojas, en que continuamente confirman la inconmensurabilidad de la que hablamos. Se sitúan así lo más cerca posible de las posibilidades y de la práctica del lenguaje ordinario. Si la supuesta filosofía francesa de los últimos añosha sido de algún modo posmoderna es por haber centrado su interés con las inconmensurabilidades, al refelxionar sobre la desconstrucción de la escritura (Derrida), el desorden del discurso (Foucault), la paradoja epistemológica (Serres), la alteridad (Levinas), el efecto de sentido por coincidencia nomádica (Deleuze) A1 leer ahora Teoría estética, Dialéctica negativa y Mínima moralia, con tales términos encabezando ya los títulos, el pensamiento de Adorno anticipa la posmodernidad aunque muy a menudo resulte reticente o desairado. A este desaire lo empuja la cuestión política. Pues si lo que yo describo aquí deprisa y corriendo como posmoderno es exacto, ¿qué va hacer entonces de la justicia? ¿Estoy del lado de la política del neoliberalismo? Nada de eso. El neoliberalismo es otro señuelo. Lo real es la concentración de imperios industriales, sociales y financieros, servidos por los Estados y las clases políticas. Pero comienza a parecer que estos monstruos monopolíticos no son siempre válidos, pudiendo tratarse de bloqueos de la voluntad,' lo que llamamos barbarie. Eso por un lado. De otro, que lo que debe suprimirse es el trabajo, entendido a la manera del siglo XIX, y por otro medio que no sea el paro. Ya Stendhal advirtió a comienzos del siglo pasado que la fuerza física había dejado de ser el ideal del hombre, ocupados su lugar por la flexibilidad, la velocidad, ó la capacidad metamórfica (al baile por la noche y al alba a la guerra). La esbeltez, un término zen e italiano. Es por excelencia una característica del lenguaje, que necesita muy poca energía para crear algo nuevo (Einstein en Zurich). Las máquinas de lenguaje no son caras. Lo que desespera a los economistas porque entonces no serán capaces de absorber, como ellos dicen la enorme capitalización que sufrimos a estas alturas finales del crecimiento. Es probable. Hay que hacer coincidir el infinito de la voluntad con la esbeltez: "trabajar" mucho menos, aprender, saber, inventar, circular mucho más. En política, la justicia consiste en insistir en esta dirección. (Habrá que llegar un día a un acuerdo internacional para reducir las horas de trabajo sin disminución del poder adquisitivo).
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2 comentarios:
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